A doña Caramela, gallina de campo, le fueron extraídos los huevos que diariamente empujaba con su cuerpo. Cada dolor como de parto le hacía cacarear cada mañana. Quintero, gallo arisco y de porte elegante, epseraba con ansia el producto de su montada; un prole de pollos que siguieran su costumbre de cantar todo el día. No solo a Caramela le fueron sacados sus huevos, a Pimienta también le quitaron los suyos que, por ser colorados, son más preciados.
Esos huevos frescos rodaron por el pueblo, fueron trasportados, enviados a ciudad grande, arrumados en plaza de mercado, comprados por tendero y enviados a barrio alto. Esos huevos frescos ya habían rodado más de quience días entre ires venires, entre venta y reventa. Cuando por fin llegaron a destino final, la impericia de un joven cargador provocó la segunda muerte de los huevos de Caramela y de Pimienta.
Los pollos de Quientero no nacieron, tampoco fueron velados sus restos, tampoco extrañados… Quedaron al alvedrío de algún indigente que quiera agarrarlos para alimento poco fresco…