El don, la doña, el ejecutivo, el estudiante, en fin, muchos de los seres humanos que realizan actividad alguna, necesitamos de un pequeño descanso conocido en nuestro contexto como la siesta. La duerme el conductor después de la ruta y mientras lo despachan de nuevo (Antes la dormían con las risas de Montecristo, de fondo). La duerme la señora que ya despachó almuerzos a los hijos trabajadores (Antes, la dormían con la Ley contra el Hampa o Solución a sus problemas).
La duerme el perro, solo que lo hace a cualquier hora. Lo hace el visitante a biblioteca que se quedó dormido abrazado a algún clásico ruso. La duermen los novios en contubernio de manga universitaria. La duerme la anciana con las cuentas de un rosario demorado. La duerme el gato con cara de antojarlo a uno. ¡Ah, la siesta! Bendición del cielo que nos permite dejar la mente en silencio y activar el inconsciente para limpiarnos de arquetipos junguianos.
Estas carretillas jericoanas duermen también la suya, la de brazos caídos, la de jornal vacante a la espera de algún viajecito cerca, de siete costales de yuca con perro salamero encima. Allí duermen, posan cobijadas esperando que quien las alce les dé sentido. La una, cobijada con ruana de algodón; la otra, con paño viejo quizás impermeable.
Lo que ustedes piensen o imaginen complementa otras realidades… ¿quién se atreve?
Jairo Carmona Valencia:
La siesta es también una práctica religiosa, ritual sagrado en toda la Europa mediterránea, la de los vientos cálidos y vinos generosos. Ernesto Sábato, escritor argentino, en una de sus visitas a Medellín, la colocó en primer lugar en su vida, ante algunos medios de información.
En el Imperio del Sol Naciente o el reino del Crisantemo, como en la milenaria China desde tiempos remotos, siempre se le ha concedido sitial de honor al solaz del mediodía. Lin Yutang, erudito y filósofo chino, en uno de sus tantos libros, reía de buena gana diciendo que le asombraba cómo los occidentales se ajustaban la cintura con correas de cuero, cuando ellos andaban todo el día en pijama y si acaso usaban un cinturón de seda. La cultura Budista practicada en toda Asia, le da excesiva importancia al descanso y a la meditación, para nosotros símbolo de pereza.
Esas carretillas jericoanas, primas hermanas de las que yo conocí en el Medellín antaño, quizás un poco más libertinas que las primeras, servían no solo para una simple siesta; estas últimas eran verdaderos altares donde se rendía culto a Venus y a Eros, bajo el silencio cómplice de la noche. Entre ellas no había recato, ni gazmoñerías, como tampoco lo había entre sus sudados y fatigados dueños.