Ya parezco anciano que repite historias memorizadas por los oyentes, pero recuerdo que mi primer empleo sin afiliación a salud y pensión fue la de embolador casero. Creo que fue a peso o a tres pesos que mi mamá me pagó por limpiar su par de tacones, para estrenar una cajita para embetunar que aún poseo. Ahora es Jacobo quien no puede ver mi actual caja de embolar de Nobsa, Boyacá, porque inmediatamente saca la «recua» de zapatos y comienza a untar grasa de potro sin miseria.
Cambiando de tema, me acerco a observar los «chinches» o estoperoles y las monedas insertadas al objeto, que en este caso es la caja de embolar; ritual que también se repite en los buses urbanos de rutas populares donde, quizás sin esa intención, se le juega la broma al pasajero que, ignorante, se agacha para recoger la alegría de una moneda «encontrada». De los chinches, solo decir que los que tienen cabeza, como los de la imagen, son aprovechados para cumplir una intención decorativa allí donde sean clavados.
El rostro «monolítico» une al embolador, dueño de esa caja, con su pasado primitivo, con el ser que busca identificarse con algo o con alguien y encontrar, también, su origen, fin mismo de algunas ciencias o de la Ciencia como tal. Un rostro muy ¿Bauhaus?
¿Qué te trae a la memoria esta cajita de embolar? Lo que sea, vale.