Por Alberto Mejía Vélez
Había llegado otro amanecer y sabía cuál iba a hacer la rutina durante el día. La esposa enrollada en las cobijas le daba la espalda abrazada por el sueño. Tan cerca que casi lo podía tocar, estaba el hijo tan desligado a la realidad; pero era este el motivo de su lucha por hallar un trabajo.
Arreglado decorosamente y después de unos sorbos de aguadulce, salió a encontrarse con la vorágine de la ciudad. Economizaba el pasaje al centro, pues caminando podía encontrar en el recorrido algún aviso en que se dijera que necesitaban trabajador; no le importaba un carajo cuál fuera la ocupación, la situación no era para escoger o mostrar el título adquirido y que un día le hizo creer que jamás llegaría a tener efugios.
En el recorrido aguzaba la mirada como un felino tratando de hallar entre el remolino de caminantes, el rostro de un amigo de infancia al que la suerte lo hubiese encumbrado y lo acogiera; o algún compañero de estudios que el esquivo destino le hubiera brindado una buena oportunidad.
Llegado hasta las moles de cemento que ensombrecen y muestran la ostentación del hombre, se sentía aún más perdido y olvidado. El dinero corría a manos llenas en los últimos pisos hasta dónde él no podía llegar y su voz era apagaba por los ruidos estrafalarios de una ciudad egoísta.
La tarde llegaba en un día igual a los demás. Cansado, palpó los bolsillos encontrando lo justo para comprar, en la chaza, un cigarrillo y un ‘tinto’, para sentarse en una banca a contar las monedas que lo llevaría a casa, y de nuevo, con las manos vacías.